La primera condición necesaria para resolver un misterio es proponérselo: parece una obviedad pero lo cierto es que del interés que pongamos en dar con la solución va a depender mucho el llegar a buen término.
Una vez manos a la obra debemos tener lo más claro posible qué es lo que buscamos, la pregunta, el objeto de nuestra búsqueda. Entonces comenzaremos nuestra investigación buscando los rastros que el autor escondido tras el enigma fue dejando tras de sí: es prácticamente imposible no dejar una huella de quien somos en cada cosa que hacemos, un trozo de nosotros mismos que desprendemos como el aire que exhalamos, una firma inconsciente y duradera que a veces sólo es visible para el investigador más exhaustivo.
Algunas pistas están escondidísimas tras una maraña de objetos o tejidas en un colorido tapiz de palabras, pero otras veces las pistas consiguen pasar inadvertidas precisamente por ser manifiestas. Las pistas falsas son el terror de nuestra agudeza y de nuestra perseverancia y en el caso de su versión extrema, la trampa, es además nuestro orgullo el que puede quedar herido.
La búsqueda de pistas nos recuerda que no es el ojo el que ve sino nuestro cerebro atento y que a menudo ven más quien quiere ver y quien sabe qué es lo que tiene que buscar que quien goza de una vista excelente.
El sábado pasado estuve en la boda de Mojena. Aunque mis obligaciones no me permitieron quedarme a la comida disfruté tomando un par de copitas del rico ponche que se servía en el aperitivo. Al día siguiente me enteré de que todos los invitados que habían bebido ponche padecían una diarrea de agárrate y no te menees.
¿Por qué no me pondría malo yo?