El hombre primitivo, con pocas ocupaciones más allá de proveerse de alimento y refugio, debió tener tiempo para observar algo tan agradable como la llegada de la primavera.
A los signos evidentes como la floración, la salida de animales de sus cobijos, el aumento de las horas de luz o la llegada de las lluvias, se debió unir en algún momento más humano, la necesidad de precisar cuándo se producía el esperado cambio, seguramente también por confirmar que aquel regalo de los cielos estuviese programado y no fuese a faltar jamás.
Resulta emocionante pensar en aquellos orígenes de la astronomía de referencias sencillas que trabajaban sobre la posición de las estrellas en la noche y del sol y las sombras que proyectaba de día.
Los rayos de sol que todavía hoy se cuelan entre megalitos, cuevas y muros anuncian que se acabó el invierno y que viajamos planetariamente hacia un nuevo verano y nos recuerdan nuestro parentesco con seres del pasado que celebraron, como nosotros, la llegada revitalizadora del sol.