Cuenta una leyenda de los iroqueses que Raweno, el Hacedor de todas las cosas, una mañana que se encontraba dando forma a los animales, se aplicaba en dar gusto al caprichoso Conejo:
-Quiero unas grandes orejas como las de Ciervo, largas patas para correr como nadie y unas garras fuertes como las de Pantera con las que pueda cazar y defenderme.
Raweno procuraba conceder a cada animal la forma que le pedía y se encontraba trabajando en las patas de Conejo cuando vino a interrumpirle el arrogante Búho que por entonces aún no tenía forma.
-Uh, uh, uh, a mi me harás un cuello largo como el de Cisne, me darás bellas plumas rojas y coronarás mi cabeza con un penacho como el de Garza.
-Amigo Búho -contestó Raweno-, sabes bien que está prohibido mirarme mientras trabajo y que debes esperar tu turno sin interrumpirme.
– Uh, uh, uh ¡Te observaré cuanto quiera –respondió Búho-, pues a mi nadie puede prohibirme nada!
Entonces Raweno, se enfadó tanto ante tal impertinencia que agarrándolo con fuerza le arrojó al suelo quedando su plumaje para siempre del color de la tierra y hundió luego con furia la cabeza de Búho en el cuerpo y los ojos se le agrandaron del susto hasta llenar su cara.
-¡Ahora me dejarás en paz –dijo el Hacerdor- porque además te castigo a vivir despierto sólo de noche para que yo pueda trabajar tranquilo de día!
Fue tal el enojo de Raweno que Conejo saltó atemorizado de las manos del Hacedor cuando éste sólo había acabado sus patas traseras, por lo que se verá obligado hasta el fin de los tiempos a moverse a saltos, sin poder andar ni correr como su amiga Pantera. Además la impresión de aquella escena tan violenta provocó en Conejo un carácter asustadizo, razón por la cual pasa su vida escondiéndose o huyendo (también del rencoroso Búho que le culpa de su desgraciado aspecto).