Es fácil reconocer la emoción que invade a Jim Hawkins cuando una carta le cita para embarcarse en el puerto inglés de Bristol: es el comienzo de su viaje. Jim se ha criado junto al mar pero el puerto es algo distinto. Allí ve de cerca barcos de distintos tamaños y nacionalidades, siente el olor de la brea y el salitre, escucha los cánticos de los marineros que se emplean a fondo estibando mercancías o pertrechando sus buques. El puerto es un cúmulo de sensaciones que hipnotiza al joven Hawkins y ya no le deja pensar en la comodidad del hogar que ha dejado atrás.
La imagen de marineros con pendientes en las orejas y la imponente presencia de los mascarones de proa de barcos que han cruzado varias veces todos los océanos le invitan a escribir, a él también, su propia historia, una historia valiosa que merezca la pena ser contada, como la que esconde con seguridad todo lo que en el puerto le sale al paso. ¿Cómo sin algo de esta ingenuidad puede alguien salir a comerse el mundo?
El puerto de Bristol que se describe en La isla del tesoro debía ser muy parecido a la imagen superior que acompaña estas líneas. En cualquier caso Stevenson sabía que este puerto también era un hito importante en las rutas del mercado de esclavos, en donde se endurecieron hombres como Barbanegra, Roberts y otros muchos piratas que encontraba más paz en altamar que en la vida en las calles próximas a la dársena.
Esta otra imagen de la misma época retrata la enloquecedora actividad en la londinense Calle del Gin. Imágenes de La aventura del mar. Los piratas I
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