Es un poco como para volverse loco pero es así: en verano La Tierra no está más cerca del sol sino en su punto más alejado del gran astro (la verdad es que todos entenderíamos mejor por qué hace tanto calor en verano si fuese al revés).
El caso es que lo que decide que el domingo 21 de junio, a las ocho menos cuarto de la mañana empiece el verano, es la inclinación del eje de la tierra, siendo algo accidental que La Tierra se encuentre más o menos alejada del sol.
Dada la inclinación del eje del planeta, unos meses tenemos el sol más alto en el cielo al mediodía y otros más bajo, lo que corresponde con meses en los que tenemos más horas de sol y meses con menos horas de sol.
Pues bien, este mes el sol sube y sube en el cielo hasta llegar a un punto máximo en el que parece que se mantiene quieto dos o tres días: es el solsticio (sol estático) de verano, los días son más largos (hasta 15 horas de luz frente a las 9 del día más corto en el invierno), y tanta horas de luz calientan la tierra, que es más abundante en el hemisferio norte, que se convierte en una especie de plancha de barbacoa que no tiene tiempo de perder el calor acumulado durante la noche. Cuando es verano en el hemisferio sur, en el mes de enero, no padecen tanto calor porque allí hay más agua que tierra y el agua mantiene una temperatura más constante sin ponerse “al rojo”como la tierra y eso que en enero es cuando La Tierra está más cerca del sol (y nosotros aquí con abrigo, gorro y guantes).
Además en verano, como el planeta está más alejado del sol, se mueve algo más despacio (lo descubrió el señor Kepler al que presentamos en esta sección en el mes de abril) y en consecuencia el verano dura unos días más que el invierno, cuando el sol corre a su máxima velocidad: ¡eso para que alguno diga encima que el verano se le hizo corto!
¡Qué cosas, oye!